José Enrique Serrano Martínez falleció en la tarde del 10 de junio. El velatorio tendrá lugar el 11 de junio en el tanatorio de San Isidro a partir de las 11 de la mañana y durante todo el día. El entierro será el día 12 a las 10:00 en la Sacramental de Santa María.
Uno no se convierte en el mejor jugador de Trivial del Mundo por casualidad. Alcanzar ese nivel no depende solo de una memoria prodigiosa ni de acumular datos como quien llena una enciclopedia. Requiere algo más difícil de hallar: una curiosidad insaciable, unas lecturas amplias y constantes —de lo importante y lo aparentemente accesorio— y, sobre todo, la capacidad de detenerse a reflexionar. Leer con atención, pensar con calma, conectar ideas de distintos tiempos y disciplinas, y extraer de ellas respuestas útiles para un presente que siempre es más complejo que el anterior. Esa era la huella de José Enrique.
Su mente no era un archivo; era un taller. Un lugar donde las palabras se convertían en ideas, las ideas en conceptos y los conceptos en herramientas para analizar y comprender lo que nos pasa y sus porqués. Su formación, arraigada en el derecho y desde este a la historia, la filosofía y la ciencia política, le daba un marco sólido para interpretar el presente no desde la nostalgia, sino desde la comprensión profunda de sus causas.
Para mí, José Enrique Serrano Martínez fue muchas cosas: un amigo personal, un profesor que encendió la chispa de la curiosidad en los pasillos desconchados de la Facultad de Derecho de la Complutense, un jefe inspirador en la Presidencia del Gobierno, un consejero leal en momentos difíciles, y un mentor cuya influencia deja una huella serena, pero firme y coherente.
Su pérdida no solo representa la desaparición de una figura pública relevante, sino también la de una forma de estar en la política que hoy parece escasear: una mezcla de conocimiento riguroso, sensatez práctica y elegancia intelectual. Su legado no se mide únicamente por lo que firmó, sino por lo que ayudó a pensar, a escribir, a decidir en momentos dificiles. Fueron muchas las voces políticas —de las más lúcidas y de otras que el tiempo ha puesto en entredicho— que contaron con su apoyo discreto y su visión aguda.
José Enrique fue durante décadas una fuente de reflexión para quienes ocupaban cargos de responsabilidad. A menudo, los discursos que se recordaron como brillantes, los documentos que marcaron programas o decisiones clave, llevaban el pulso de su pensamiento. No era un autor oculto, sino un intelectual generoso que sabía que el mayor poder no está en firmar, sino en influir sin exhibirse. En su biblioteca vital han convivido los clásicos del pensamiento político —de Platón a Maquiavelo, de Montesquieu a Locke— con lecturas más contemporáneas sobre el poder, la sociedad y sus dilemas. Desde ahí construía, día a día, un pensamiento que alimentaba a otros.
Como aquellas figuras clásicas —Séneca, o el sabio consejero en la sombra de algún emperador romano—, José Enrique supo ocupar el lugar del que aconseja sin imponerse, del que sugiere sin reclamar. No pretendía sustituir al poder, ni ser su protagonista. Le bastaba con saber que su voz ayudaba a tomar decisiones mejores en momentos difíciles. Su ambición no era personal, sino de proyecto: creía en una idea de España como nación en progreso, equitativa, con visión de futuro, ajena al cortoplacismo que hoy domina tantas agendas políticas. Su influencia no buscaba aplausos ni focos, sino coherencia y transformación.
Su forma de entender la política, tan anclada en la socialdemocracia y en una visión humanista y democrática del poder, está cada vez más alejada de lo que se ve y se escucha en nuestros días. Él también lo sentía, aunque no lo decía en público. No era un tertuliano ni un exégeta del desencanto. Pero en la intimidad, sus palabras transmitían decepción ante una política que ha sustituido el discurso elaborado y razonado por la consigna, la reflexión por el argumentario, y la escucha por la autoafirmación.
No se retiró del todo, pero dejó de jugar, pues sabía que ya no era su momento. Como si en el Trivial de la política tuviera todas las respuestas, todos los “quesitos”, pero decidiera no participar, contemplar como juegan otros. No porque no pudiera pensar que la edad le hubiera quitado razones, sino porque el juego mismo había perdido el sentido: convertido en espectáculo, alejado del propósito de servir.
En su silencio crítico había más lucidez que en muchas proclamas. Su forma de estar —más presente que visible— recordaba que hay otra manera de hacer política: más callada, más seria, más profunda, que si resuelve los problemas de la gente. Hoy, su ausencia deja un hueco difícil de llenar. No solo por lo que fue, sino por lo que ya no abunda: una inteligencia puesta al servicio del bien común, sin estridencias, sin necesidad de reconocimiento constante.
Tal vez, por eso se ha ido. Porque en este tiempo incierto, ya no encuentra interlocutores a los que aconsejar. Para que alguien escuche, hace falta humildad y atención. José Enrique, el maestro del susurro sabio, el tejedor de ideas, no estaba para oídos sordos.
Ojalá sus palabras, hoy en forma de recuerdo, encuentren en el futuro oídos dispuestos. Políticos con el coraje de pensar, con la humildad de escuchar y con la paciencia de construir. Tal vez entonces, en otro tiempo menos ruidoso, sus ideas vuelvan a oírse en los pasillos del poder. Mientras tanto, descansa en paz, amigo y donde vayas, sigue leyendo y pensando, nos hace tanta falta.