
Vivimos una época donde la realidad parece desmoronarse bajo nuestros pies. Creíamos avanzar, y, sin embargo, retrocedemos. Conflictos que dábamos por superados resurgen con una violencia inesperada, mientras las estructuras que regían el orden mundial se disuelven en una improvisación caótica.
Las relaciones internacionales, lejos de fortalecerse, se fragmentan en un juego constante de desconfianza. Lo más preocupante no es solo la ruptura de tratados o alianzas, sino la erosión de las formas, de esas convenciones no escritas que permitían el entendimiento humano más allá de las diferencias.
En este contexto, lo que está en juego no es únicamente el equilibrio geopolítico: está en juego el valor mismo de la comunicación.
La paradoja de la hiperconectividad
Nos enfrentamos a una paradoja sin precedentes: nunca antes habíamos tenido tantos medios para comunicarnos y, sin embargo, la incomunicación se ha vuelto norma. Hablamos más, pero escuchamos menos. Se informa más, pero se comprende menos. Se difunde más, pero se reflexiona menos.
Es por ello que urge pensar la comunicación no solo como un fenómeno tecnológico, sino como un principio civilizatorio. Y queremos hacerlo desde la perspectiva de las dos orillas: España y Marruecos, países unidos por siglos de historia compartida, por encuentros y desencuentros, por luces y sombras. Hoy, más que nunca, tienen la oportunidad –y la responsabilidad– de recuperar el sentido profundo del diálogo auténtico.
Un mundo en descomposición
La historia nos enseña que los momentos de crisis generan dos caminos: el del repliegue en el miedo o el del salto hacia la transformación. Hoy, lamentablemente, predominan las señales del primero.
Joseph Nye hablaba del «poder blando» como pilar de la estabilidad global. Pero lo que vemos es el retorno del poder bruto, del uso de la fuerza sin matices. El pensador Jamal al-Din al-Afghani ya advertía en el siglo XIX sobre el riesgo de que las sociedades islámicas quedaran atrapadas entre el fanatismo y la imitación ciega de Occidente. No fue escuchado. Y tampoco Occidente supo leer su propia historia: Europa, que se creía a salvo de sus demonios, vuelve a coquetear con la retórica de la confrontación.
Stefan Zweig, en El mundo de ayer, narró cómo una Europa culta y cosmopolita cayó abruptamente en la barbarie. Hoy, mientras la diplomacia retrocede y los tambores de guerra resuenan en diversas latitudes, su advertencia cobra una vigencia dolorosa.
No le llamemos seguridad a lo que es fabricación y compra de armamentos. Porque lo que se desintegra no es solo la política: también se deshilachan las relaciones humanas. Tahar Ben Jelloun lo expresó con crudeza: “El racismo no se piensa, se vive”. Hoy podríamos decir lo mismo de la desconfianza: no se razona, se respira. Y muchas veces, es promovida por los propios medios, que en vez de tender puentes, levantan muros.
La comunicación en crisis
La comunicación, llamada a ser vehículo de entendimiento, ha sido secuestrada como herramienta de manipulación. Antonio Gramsci lo advirtió al hablar de la “hegemonía cultural”: el verdadero poder está en quien controla el relato. Y en la era digital, ese control es más sutil –y peligroso– que nunca.
Hoy, la información es instantánea, pero eso no la hace verdadera. Michel Foucault nos recordaba que “las verdades se construyen”, y nunca como ahora hemos visto, cómo se fabrican según los intereses de turno.
No se informa para hacer pensar, sino para adoctrinar.
No se lanzan preguntas, sino respuestas enlatadas.
No se busca esclarecer, sino reafirmar sesgos.
En este escenario, el rol del comunicador –y de toda persona implicada en el diálogo público– se vuelve crucial. Como decía Manuel Chaves Nogales, el comunicador debe ser un observador de la condición humana, impulsado por el deseo de comprender y compartir la verdad, incluso si incomoda.
Recuperar el valor de la verdad en la comunicación es, en esencia, recuperar su función original: no imponer, sino dialogar; no vender, sino aclarar; no confundir, sino iluminar. Especialmente cuando se trata de relaciones complejas como la que une a España y Marruecos.
España y Marruecos: historia compartida, futuro en común
España y Marruecos son más que vecinos: son dos orillas que se han reflejado mutuamente a lo largo de los siglos. Ibn Jaldún, el gran historiador del siglo XIV, lo resumió bien: “La geografía influye en la historia”. Y en este caso, esa geografía ha generado encuentros y tensiones, pero también oportunidades.
El problema es que seguimos atrapados en relatos del pasado. Seguimos mirando al otro con las gafas de la desconfianza histórica, sin entender que el verdadero reto no es repetir la historia, sino escribir una nueva narrativa compartida.
Como decía Juan Goytisolo, “el problema de España es que no ha sabido mirar a su sur”. Y podríamos añadir: Marruecos aún mira al norte con recelo, en lugar de con confianza.
Si queremos forjar una relación sólida, necesitamos transformar la forma en que nos comunicamos. Abandonar la lógica de la competencia y abrazar una cultura de cooperación. Mohamed Abed Al-Jabri lo decía claro: la modernización no consiste en imitar a Occidente, sino en reconstruir la identidad propia de manera crítica. Lo mismo debe aplicar a la relación hispano-marroquí: no imitar modelos ajenos, sino crear uno propio, basado en el respeto y la comprensión mutua.
Conclusión: comunicar para transformar
En un mundo que se tambalea, la comunicación no puede limitarse a reflejar el caos: debe ser herramienta de reconstrucción, de comprensión, de transformación. No es un accesorio del poder, sino su contrapeso ético.
Más que nunca, necesitamos recuperar el sentido profundo de comunicar. No como arma, sino como puente. No como mercancía, sino como alma de la convivencia.
Porque al final, la verdadera comunicación no es la que informa: es la que transforma.